Hace alrededor de un año, escuché la frase “antes que nada” en una película. Probablemente no lo experimentaba por primera vez, pero reparé en la expresión con un detenimiento inédito. La colocación le permitía al personaje (traducido a nuestro idioma) señalar algunas cuestiones para luego dar comienzo a una ceremonia.
Fue entonces cuando el oído chilló: algo sonaba mal. Pocos segundos transcurrieron hasta que comprendí que jamás puede ser correcto decir: “antes que nada, quisiera señalarle algunas cosas”. Esa construcción sería propia de otro tipo de mensaje: “como no pude cenar, compre un sándwich; antes que nada…”. Sería como la opción B, la alternativa, el descarte al votar. Pero nunca el pie para retener a la audiencia unos instantes más antes de lo que ésta espera, por caso.
Solemos decir “antes que nada”, aunque deberíamos utilizar el antónimo de la palabra final: “antes que todo”. O “antes de celebrar la Navidad, quiero que sepan que no hemos comprado turrón por nuestra salud dental”.
Decir “antes que nada, me gustaría decir algunas palabras” suena a compromiso, a obligación con la que se cumple con pesadumbre y a regañadientes. Como si detrás del vociferador hubiera alguien escondido tomándolo por el cuello. Por ello, sería conveniente que dejemos la nada por el todo. Será entonces cuando nuestro lenguaje sea empleado con la riqueza que posee, con su significado correspondiente, los films corrijan a sus traductores, y nuestros oídos no vengan con exigencias impertinentes.