sábado, 12 de septiembre de 2009

Bach

Cuando, no hace mucho, descubrí la música de Bach, sentí una revelación divina. La música no provenía del reproductor: el techo se había abierto, estaba ahora a la intemperie, y las notas llegaban, visibles y doradas, colándose entre nubes blancas. No venían de la mano, ni siguiendo una línea recta, sino que danzaban con alegría.

La música me sugirió cortes inmensas y riquísimas, calles embarradas con carruajes y transeúntes que las miraban asombrados, élites en salones para escuchar el clavecín entre vestidos y jerarquías.

La alegría llenó mi alma, sentí cómo mis poros se abrían, cómo al respirar el aire se transformaba en esas notas musicales que llenaban el espacio. La belleza me embriagaba, me lanzaba fuera de la monotonía y el aburrimiento de lo cotidiano.

Con el espíritu sonriente, miré hacia arriba: en aquel cielo celeste e inabarcable, entre otros blancos que veíamos, se escondería seguramente un hombrecito que a tantos de nosotros nos permitió creer en el Paraíso, cuando la Humanidad parece más cercana a lo opuesto. Bach nos abrió las puertas de lo celestial, nos permitió mirar a los ángeles, acercarnos al Sol sin enceguecernos, mirar lo maravilloso del mundo en contraste con lo que nos cuentan. Sentir, en fin, que el arte (en sentido amplio) es el gran refugio de los hombres.