miércoles, 23 de septiembre de 2009

¡Cartero!

Tengo la dicha de haber vencido al tiempo. En la era de la tecnología, de la que no reniego de ser hijo, añoro ciertas costumbres de las viejas épocas. La velocidad y el acceso a Internet, entre otras cosas, ocupan el lugar de otros métodos de comunicación, tan mágicos como el mar. Se ha perdido la poética, el misterio del tiempo y las distancias, que la red de redes modificó en el mundo de los aceleradores.

Quizá por eso, por la curiosidad de explorar los callejones en los que pocos reparan, empecé a fantasear hace meses con poder, en algún momento, escribir cartas. Como homenaje a esos hombres y mujeres que se desnudaron ante la pluma y el papel, que dejaban sus almas en la tinta para intentar comprender y experimentar las expectativas ante un envío, los temores de fallar en el intento, o las esperanzas de encontrar una respuesta.

Desconozco, y persistiré en ello, de qué manera llegarán las cartas a Inglaterra, donde la aventura epistolar comenzará, entre Durham y Buenos Aires. Imagino que viajará en carretas y en barcos, que algún emisario correrá para entregarla a tiempo. El paisaje, el clima, la arquitectura, las vestimentas, los gestos, las expresiones: decenas de detalles que hacen saltar ideas, que se conjugan y se eliminan mutuamente.

Un señor muy sensato podría preguntarse, con refinada ironía, para qué enviar cartas a distancia, gastar dinero, esperar un mes para saber algo del otro, con las ventajas de la web. Tal vez se trate de una pequeña rebeldía ante la sistematización, ante la deshumanización que implica teclear en una computadora, que no expresa nuestros sentimientos y pensamientos. Enviar correos electrónicos o comunicarse vía chat es una de las actividades más frías y distantes que uno puede realizar; lo considero un argumento válido para buscar lo opuesto.

Y por obra del destino (o como usted prefiera llamarlo) he conseguido mi propósito: dejaré la racionalidad del mundo irracional de lado, para retroceder a aquellos años en que los viajes epistolares determinaban vidas y mantenían en vilo a seres humanos, sin importar el idioma en el que se expresaran. La extravagancia en la que me sumerjo tiene una recompensa espiritual inmensa: son los fantasmas, el encanto y el libre desplazamiento de la imaginación por donde se le ocurra. Las puertas de un paraíso se abren ante un extraño. El mundo de los sobres, las palabras y la Humanidad se revela en una danza soñadora. Ya me parece oír el grito del cartero en la calle.