Cierta vez le preguntaron a Jorge Luis Borges si, durante su adolescencia, deseó ser amado o famoso, a lo que, tras una pausa, respondió: “¡No! No, desde luego ser amado. Ser famoso me parece que es un error. Todo eso pertenece a lo ilusorio de la vida”.
La fama es, en este Siglo XXI cambalache digitalizado, la utopía de la mayoría. Hay un imaginario social (en decadente crisis) que considera a las apariciones televisivas el objetivo final de una carrera, sea artística, política o social. Es curioso que casi no se encuentre gente con inquietudes disímiles a ser perseguido por los fotógrafos, tener clubes de fanáticos, participar de concursos cabareteros o conducir programas pasatistas.
Razones como esas (entre decenas) son las que concentran a masas alrededor de móviles de exteriores. Un instante de fama, pero no la frase sino la realidad, buscan mientras saludan a conocidos detrás del periodista, con ideales similares, que relata un asesinato.
Fuera de la gente común, cuya aspiración es de algunos segundos de aparición cajabobesca, las prostitutas, los comediantuchos, los periodistas que hacen show y las conductoras (desde supuestas divas hasta gritonas de madrugada) esperan no poder caminar por la calle y ser invitadas a los Martín Fierro, cumbre de famosos.
La fama es ilusoria, es un error; Borges no se equivoca en absoluto. La fama toma y deja a los individuos sedientos de su eternidad como uno sostiene la sal para darle sabor a un plato. Durante la elevación que experimentan (más o menos corta de acuerdo a cuán salado coma uno) ven la vida color de rosa, y están en el edén, aunque un tropezón cualquiera da en la vida.
* "Viviré para siempre", de la canción de Fama.