sábado, 6 de junio de 2009

Fuga de sol

El poder del sol se debilita. Su brillo nos abandona, su calidez cede. La luz es suave, es una caricia, un adiós.

En el resto de la patria, que es la Patria, es sabido que se debe vivir con la luz de la vida. Cuando ella abandona, las gentes a sus casas, a sus mates, a sus fuegos.

Hasta los animales se movilizan: algunos al establo; otros, juntos, se dan calor mutuamente.

Por entre las ramas de los árboles se cuela el cielo rosa, tantas veces rojizo. Sus hojas, que crujen a nuestro paso, ofrecen esa belleza doble.

Desde donde mira el que mira, el pasto y el cielo (acaso todo lo que se ve) se unen imperceptiblemente en aquel lugar inalcanzable.

Algún cantar de pájaros tardíos interrumpe el silencio, como harían sus sabios compañeros del mundo animal. Infaltables ladridos y relinchos se sospechan, con la inquietante duda acerca de su veracidad.

Parece un telón, celeste e inmenso telón que se pierde en otro, negro y agujereado, por el que se filtran lucecitas. Son brillantes y misteriosas, tienen nombres y hasta insólitos significados. Son miradas con la boca abierta, con la cabeza levantada, con sus propios mitos, con su propia magia. Al contemplarlas no se añora más el sol, su luz y su calor. Curiosamente, parecemos olvidarlas cuando amanece, ávidos ante una nueva revelación.