La iluminación en el bar es dura. Blanca y dura. Es una esquina; vidriada, claro. Las puertas están sobre la avenida y la calle, respectivamente. Predominan el verde agua (o el petróleo), el ajedrez del suelo y las mesas con sus sillas correspondientes.
Es hora de cenar, aunque tomo café. En diagonal a mí, donde termina el local, hay un televisor prendido. Saludablemente, pasa desapercibido. Más cerca, una escalera -bastante majestuosa en relación a la facha del lugar- que conduce al segundo piso, asignado también a los baños.
Hay dos mozos y otro hombre detrás del mostrador: todos vestidos de negro. La concurrencia ocupa algo así como la mitad del salón; exactamente veintidós personas.
Se escuchan tintineos de platos, conversaciones cruzadas y ruidos que se escapan de la cocina. El acompañamiento: música que uno sospecharía sacaron de alguna película estadounidense, promediando el final, cuando el héroe está por ganar la batalla imposible.
Me pregunto, al levantar la cabeza, si las sillas y las mesas de la vereda no dan el perfil de heladería de barrio. El arbolito, frágil como patriotismo argentino, va cediendo poco a poco ante la ferocidad del viento. Las temperaturas de estos días hacen tiritar, temblar de frío. Por momentos, no parece temperatura de Buenos Aires.
Junto a la ventana, casi contrastando con el paisaje urbano, una pareja. Ella es morocha, tiene una polera abrigada color beige y un abrigo de cuero marrón, que no dan apariencia económica; ella es de tez morena, y no veo el color de sus ojos. Él, a quien tengo de espaldas, es robusto, usa anteojos y viste camisa a cuadros de mangas cortas y un jean común; su camperón negro descansa en el respaldo de su silla. Con una gaseosa light y una copa de vino tinto, esperan la comida. El mozo trae una tentadora panera y algo vistoso para untar. Tiene pinta de paté o similar, pero mi vista no es fuente confiable.
Por la puerta ingresa un nene de siete u ocho años. Lleva rosas; rosas rosas. Se les acerca e intenta venderles una. “Para comprar pan”, susurra. Los comensales se miran; él gira la cabeza y se apoya en la ventana; ella, unta un pan y lo come con los ojos fijos en el pibe. Pasan algunos segundos sin que el nene se mueva del borde de la mesa hasta que el cajero le ordena que se vaya.
Cuando no quedan rastros del mendigo, el hombre y la mujer llaman al mozo, hacen varias consultas y deciden qué cenar en una noche helada como la de hoy.